Los domingos de mi infancia eran pausados, las horas se estiraban igual que la masa de los churros que mi madre nos preparaba, y con la cual conseguía que salieramos de la cama en estampida y con una sonrisa en la boca. Sonrisa que tras el desayuno acababa chocolateada.
En los domingos de mi infancia se sacaba al exterior lo mejor de uno: los zapatitos nuevos de charol, el abrigo de paseo, la ropita arreglada de los domingos, bien peinaditos y perfumados el día en que, sin liturgia, la semana ponía su punto y final.
Los domingos de mi infancia olían a pucheros, todas las casas aledañas bullían con sus ollas express musicales y siseantes, en todas las casas vecinas, al igual que en la mía, se adivinaba un buen plato de sopa caliente sobre la mesa y probablemente, de segundo, ensaladilla.
Los domingos de mi infancia tenía tardes con olor a pan tostado, aunque a veces la merienda también se vestía de gala y entonces, aparecía como de la nada, una caja de galletas con un surtido envuelto en papeles brillantes como dulces regalitos. O una caja de galletas Napolitanas, que por aquel entonces, eran gigantes, más grande que mi cabeza o una latita de pastas danesas con su rico aroma a mantequilla. Y si no había galletas mi madre preparaba una tarta de chocolate o un pastel de zanahoria y coco para endulzarnos la jornada. Esos pequeños detalles hacían de esas tardes algo especial y diferente.
Los domingos de mi infancia a veces eran aburridos, parecía que el mundo se había detenido, todo estaba cerrado, estático, sólo yo en movimiento. Los domingos engullían a los niños de mi entorno, que misteriosamente desaparecían, mi imaginación y yo entonces nos dábamos la mano y nos acompañábamos mutuamente. Las tardes tenían un color plomizo y de fondo, en el patio, se escuchaba en la radio el Carrusell deportivo.
No me gustaban los domingos, o eso pensaba, porque cuando el despertador sonaba temprano al día siguiente, me daba cuenta que aún me gustaban menos los lunes.
Texto: Bohemia