La primera vez que lo vi yo debía tener siete u ocho años, vino a mi colegio a recitarle a los niños, no sabíamos a ciencia cierta quien era aquel abuelo bohemio y moderno, aunque teníamos el presentimiento de que era alguien importante, su visita nos gustaba, no sólo por saltarnos una clase tediosa, si no por tener la suerte de conocerlo en persona. Los profesores nos habían hablado de él, sobre su vida y obra, pero lo mejor era tenerlo allí delante. Todos los niños de primaria nos sentamos en torno a él como si fuéramos una tribu dispuestos a oír las historias del más longevo de la aldea a la luz de las estrellas. Mi gran suerte, o así lo sentí, fue que estuve en primera fila, cara a cara con el poeta. Recuerdo que llevaba su clásica gorra marinera y una blusa holgada color tierra. Recitó y recitó, con ese sonido de cueva que a veces adquiría su voz templada y así con su poesía de mar se metió en el bolsillo a un público muy joven que le agradeció la visita cantándole una canción. Años más tarde, siendo una adolescente, lo veía a menudo en la terraza de la heladería donde trabajaba los veranos para sacarme un dinerito; helados de vainilla sin azúcar y sorbitos de tranquilidad se tomaba. Lo observaba de lejos, disimuladamente, sin deseos de enturbiar su paz de sobremesa, al verlo allí, tranquilo a la sombra del verano, lo recordaba recitando en mi colegio con su cabello blanco y su gorra marinera.
Texto: Bohemia