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Decidió hacer, por fin, uso de su deshidratada memoria. Contó sus amores; uno, dos, tres. Los reales, los imaginados, los fogosos y los forzados. Los carnales; es decir, todos los anteriores. Es decir, todos los amores. Pensó hacer una lista de nombres, pero se haría muy penoso. Pensó escribirles, pero temió que estuvieran todos muertos (aunque el pelo y las uñas sigan creciendo). Así, entre nombres muertos y confidencias, leyó tiempos de grillos, de naranjas y de alas. Y entre confidencias, también leyó minutos tan densos como gotas que pierden de una canilla que pierde. Y descubrió, sin sorpresa, que de esos minutos estaba compuesto casi todo el tiempo. Casi. Y en el camino revisaba libros viejos. Libros de hojas secas y cartas de amor sin una sola palabra de amor. Sin una sola palabra... Y entre los libros, diarios íntimos desangraban tragedias adolescentes. Uno, dos, tres; los minutos se perdían entre hojas secas donde un universo destilaba sonidos que apenas se dejaban adivinar. Entonces escuchaba aquí, una estación de tren, y allá, una plaza envuelta en niños. Y más acá, ruidos de cartas que se pierden en el viaje, aunque hallan llegado a destino.
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Texto: Valeria Andersen
Foto: Rike B
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