Aprecio cada movimiento de manos que emplea aquel que habla con franqueza por miedo a no explicarse del todo bien.
Me enamoro de cada parpadeo que esparce las lágrimas que empañan unos ojos y despejan la verdad en otros ojos que observan al que llora.
Adoro con cada partícula de mi ser la energía de un abrazo que dura más de dos minutos; la pura sincronización que sienten los cuerpos doblegados en paz por su propia naturaleza.
Soy incondicional de la magia que desprende cada truco aunque lo conozca.
Crecer no puede consistir en dejar de creer en magos si es un niño cualquiera quien hace aparecer una sonrisa donde sólo había una mueca de rutina con dientes.
Respiramos humanidad convencional, olvidamos la pena que da el hecho de que a día de hoy compartir alegrías sea un tesoro al alcance de pocos, porque cualquiera está dispuesto a escuchar tristezas por mero morbo.
Sucumbamos a lo inevitable, protejamos cada matiz.
Somos la generación de los que rechazan el pasado por no poder cambiarlo, y miran con recelo al futuro porque no saben qué pasará
obviando que cada decisión es una oportunidad y que de cada error puede quedar algo más que un poema.
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